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Cuando se acercó al puente, tuvo la sensación de que las horas se alargaban cada vez más. El sol caía perezoso sobre el horizonte, lanzando sus últimos destellos de luz sobre aquella estructura que más de una vez fue testigo de sus encuentros esporádicos con ella. Llegó ahí como de costumbre. Los mismos árboles frondosos le dieron la bienvenida, el mismo breve paseo de asfalto recibía sus pasos, el mismo barandal sostenía su cuerpo. Sólo faltaba ella. Pasó buen tiempo ahí, amparado de la voz del mar, que cada vez se hacía más estridente, como si algún recuerdo le llamara del pasado. Cerró los ojos un instante y sintió la brisa salada en la cara y, en alguna parte recóndita de su mente, la encontró con la misma sonrisa, a esa distancia enfermiza y desesperante, casi la misma que tenía el sol frente a sus ojos en ese momento, cayendo sobre un horizonte encendido de ámbar. Llevaba de la mano a su mejor amigo. Lo llamaba así porque era el único que no condicionaba su cariño. De todas las personas que había conocido en su vida, resultó que ninguna le dio tanta confianza como su perro. Mientras pensaba en esto, vio tres siluetas acercándose a él. Dos mujeres delgadas y un hombre alto. Parecían familia. Pensó en lo muy lejos que estaba de tener la suya propia. El tiempo goteaba, cruel como siempre, mientras su mente volaba por encima de aquel mar, que era tan infinito como su nostalgia. Deseó perderse en él, en su inmensidad. Poco antes del anochecer, decidió reemprender su camino de vuelta a casa, comprendiendo que en aquella tarde, por enésima vez, estuvo a punto de decirle adiós al mundo. Esa tarde era, al mismo tiempo, apenas el inicio de una larga jornada de tristeza.